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El caminante tiene bien recorridos los caminos que conducen a humedales y marismas y querencia tiene por un banco de madera donde a veces se sienta a descansar mientras contempla el flujo del agua que a sus pies se extiende. Son las aguas de la marisma, unas aguas que nunca son las mismas o nunca se muestran de la misma manera. Son aguas dulces que se nutren del aporte de un río cercano y aguas saladas que se nutren del flujo de las mareas. Esta rica presencia de agua dulce y salada facilita que en la marisma haya una gran variedad de nutrientes y, en consecuencia, una extraordinaria biodiversidad. Flamencos, gaviotas, garzas reales, cigüeñuelas, garcetas y chorlitejos… de los que disfruta el caminante, como disfruta contemplando el vuelo de los cormoranes que se reúnen en una pequeña isla a media mañana, el trasiego de los vuelvepiedras que buscan su alimento bajo las rocas de las orillas, las bandadas de andarríos que en alegre armonía sobrevuelan la marisma. Hay aves residentes y hay aves de paso; y se pregunta el caminante qué lugar ocupa él, un vano disparador de fotografías que de paso está pero que siente, conforme pasan las estaciones y los días pasan, que él nunca regresará de la marisma: un minotauro atrapado en un laberinto emocional del que jamás escapará, si no es volando.

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La emoción y el asombro son rasgos constitutivos de la naturaleza humana y acompañan al caminante como una segunda piel cuando transita por marismas y humedales; piensa este que la existencia es rutinaria y aburrida en términos astronómicos pero en términos humanos el asombro, como la emoción, como la sorpresa o la admiración son permanentes. Para los griegos el asombro (θαυμάζω) era como la picadura de un tábano, una picadura repentina que nos sobresalta, nos despierta y nos coloca allí donde no estábamos segundos antes. Así se lo hizo saber a su acompañante una tarde en que ambos se vieron sorprendidos por el hermoso trotar de un reducido grupo de caballos que se dirigía hacia el interior de la marisma. El jinete se acercaba, tocando el tambor del llano, recitó el caminante, evocando los versos de García Lorca. Minutos antes, se habían detenido a contemplar un águila pescadora que, como un misil, se había lanzado al agua para atrapar con sus garras un pez y a continuación elevarse con sus poderosas alas, estrechas y anguladas. Era un ejemplar adulto en el que contrastaban sus partes inferiores blancas con las superiores oscuras. Poco después ambos se detuvieron,  en respetuoso silencio, ante el cuerpo inerte e inflado de una vaca retinta que, bajo la luz de la tarde, adquiría una dimensión descomunal. No, no hay lugar para la rutina ante el espectáculo de la vida, le dijo el caminante a su compañero, señalando el cadáver.

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Adquiere el caminante un aire de homo viator cuando transita por senderos colindantes a marismas y humedales; diríase que en sus manos porta un rosario cuyas cuentas fluyen entre sus dedos con la fluidez cristalina del agua. Pero no son oraciones las que su lengua musita; son palabras y en ellas se enreda torpemente, tropieza con ellas y cae una y otra vez. Sucedió así una mañana en que le sorprendió, a la entrada de la marisma, la poderosa imagen de un ave, en esos momentos solitaria, que aseaba sus plumas bajo la rabiosa luminosidad del sol de mediodía; una semana atrás habían llegado las primeras lluvias, el frío y las grullas, y los libros desaparecidos habían encontrado acomodo en los anaqueles de la librería del caminante. Con qué júbilo había recibido ese par de libros que tras semanas de infructuosa búsqueda había dado por desaparecidos; también migran los libros y en ocasiones no regresan de su viaje, encuentran a veces nuevos hábitats donde quedarse como residentes, o bien la trampa mortal de un tendido eléctrico. Quien quiera leer, que se queme las manos, se dijo el caminante, recordando el título de un texto que escribió hacía ya muchos años.

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Bom dia, señor. ¿Vocé viu uma cegonha preta? El caminante no pudo evitar dar un pequeño respingo ante la inesperada irrupción de esas palabras que le habían llegado por la espalda con la rapidez del vuelo rasante de un aguilucho lagunero. Giró la cabeza y se encontró con el rostro sonriente de una señora menuda y bajita; llevaba la cabeza cubierta por la capucha de un chubasquero rojo que a todas luces le quedaba holgado. Sus chispeantes ojos se ocultaban tras unas gafas de cristales gruesos y montura verde.

Él nunca había visto una cigüeña negra pero había escuchado hablar sobre ella. Era de un tamaño algo menor que la blanca y casi todo su cuerpo estaba cubierto por un plumaje negro con irisaciones metálicas verdes y moradas. Sabía que no era imposible verlas en la zona porque alguien le había comentado, semanas atrás, que la había fotografiado en un humedal no muy distante de donde se encontraban.

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Tenía ante sí un hermoso ejemplar de águila calzada, de pecho y vientre blancos, poderoso pico y unas largas y estrechas alas cubiertas por un plumaje de tonos pardos. El caminante no esperaba encontrarla a tan escasos metros; alguna vez le había parecido verla sobrevolando el cielo de la marisma, probablemente en su vuelo migratorio hacia el África subsahariana. Sabe el caminante que las aves planeadoras necesitan rutas migratorias que impliquen menos distancia de vuelo sobre el mar y el cercano estrecho les ofrece una vía inexcusable. Allí estaba ella, bajo la sombra de un árbol, entregada al despiece e ingestión de lo que parecían ser los restos de un conejo o una liebre. Con muchísima cautela sacó la cámara de la mochila e hizo algunas fotografías. El águila lo miró, calibró con desdén el improbable riesgo y continuó devorando a su presa.

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El caminante se adentró por la angostura, un sendero arenoso y estrecho, rodeado de huertas de regadío y explotaciones ganaderas; en las proximidades un río acogía en sus orillas cañaverales y juncos. No habían pasado treinta minutos desde que recibiera la llamada telefónica de una amiga parisina que, con un ligero tono de alarma en la voz, le solicitó que saliera a su encuentro. Era domingo por la mañana y sabía que ella acostumbraba a caminar por el campo; alguna vez la había acompañado. Por un instante, pensó que podría haber tenido algún accidente y no dudó en dejar lo que estaba haciendo en esos momentos para buscarla, no sin antes coger la mochila, en cuyo interior tenía las dos cámaras de fotos, con las baterías cargadas. Conocía la zona, no hacía mucho había estado por allí fotografiando nidos de cigüeñas, construidos primorosamente sobre depósitos de agua o torres eléctricas con ramas secas, tierra, musgo, hierba o estiércol. Le contó un vecino al caminante que esos nidos los reutilizaban las cigüeñas de un año para otro, aumentando en peso y en tamaño. Primero llega el macho y pocos días después la hembra, le dijo el vecino.

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