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Categoría: Pensando en verde ...
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Tenía ante sí un hermoso ejemplar de águila calzada, de pecho y vientre blancos, poderoso pico y unas largas y estrechas alas cubiertas por un plumaje de tonos pardos. El caminante no esperaba encontrarla a tan escasos metros; alguna vez le había parecido verla sobrevolando el cielo de la marisma, probablemente en su vuelo migratorio hacia el África subsahariana. Sabe el caminante que las aves planeadoras necesitan rutas migratorias que impliquen menos distancia de vuelo sobre el mar y el cercano estrecho les ofrece una vía inexcusable. Allí estaba ella, bajo la sombra de un árbol, entregada al despiece e ingestión de lo que parecían ser los restos de un conejo o una liebre. Con muchísima cautela sacó la cámara de la mochila e hizo algunas fotografías. El águila lo miró, calibró con desdén el improbable riesgo y continuó devorando a su presa.

Estaba habituado el caminante a contemplar a las límicolas mientras se alimentaban de gusanos, pequeños artrópodos y moluscos que encontraban bajo el limo de la orilla; las canasteras o los vencejos eran habilidosos insectívoros y los cazaban al vuelo; no pocos pajarillos había visto picoteando los frutos de los árboles. Eran imágenes que nada tenían de perturbadoras. Alguna vez le había incomodado ligeramente la imagen de los pollos de ibis eremitas introduciendo sus largos picos en el buche de su progenitor para alimentarse de pequeños insectos: escarabajos, saltamontes, larvas…La sensación de aquella tarde en que se encontró con el ejemplar solitario de águila calzada fue distinta, no obstante. No eran los restos de sangre en el pico del ave, no eran los huesecillos tronchados asomando entre los despojos de lo que fuera una liebre o un conejo. Recordó el caminante ese desconcertante relato de  Jorge Luis Borges, El informe de Brodie, en el que se describen las, a nuestros ojos, intolerables costumbres de la tribu de los Yahoos. Los miembros de esa tribu, pese a hacer todo lo imaginable a la vista de los demás, tenían un desarrollado pudor a la hora de alimentarse y se ocultaban para comer o cerraban los ojos. Le vino al caminante ese recuerdo aquella tarde de su encuentro con el águila calzada como le vino el recuerdo de una imagen que le inquietaba profundamente desde que la había contemplado siendo niño en el Museo del Prado: Saturno devorando a su hijo, de Francisco de Goya; le perturbaba aún la tensión de las manos de Saturno incrustadas en el cuerpo sin cabeza de quien fuera su hijo, mientras lo devora con los ojos desorbitados.

Regresó el caminante a su casa entregado a una confusa reflexión sobre la lucha infructuosa contra la fatalidad y, por añadido, contra el paso del tiempo. Le ocurría a veces que, protegido por la luminosa cúpula que extienden las aves sobre el cielo de la tarde con sus vuelos, a salvo se sentía el caminante de cualquier pulsión humana. Pero al salir de la marisma salía también de esa cúpula protectora; su encuentro con el águila calzada había sido hermoso, no había percibido en el amarillo intenso de su mirada señal alguna de fiereza o crueldad y el poso de tristeza que le había quedado al caminante le vino de ese recuerdo del mito de Saturno, quien no vaciló en devorar a sus hijos para evitar que lo destronaran. Con qué precisión, pensó el caminante, nos retratan los mitos clásicos a los humanos.

DAVID COLLIS LUQUE