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Categoría: Pensando en verde ...
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La primera vez que el caminante escuchó hablar del abejaruco fue en el transcurso de una conversación que mantuvo con un grupito de ancianos que solían reunirse en las proximidades de una pista deportiva. Uno de estos ancianos era su vecino Pedro, así que con frecuencia se detenía a hablar con ellos de lo humano y lo divino. Eran conversaciones tan intrascendentes como nutritivas, aliñadas las más de las veces con chascarrillos y divertidas discusiones. Cada abeja vive en su colmena y no se mete en la ajena, dijo uno de los amigos de Pedro antes de soltar una estruendosa carcajada. Habían estado hablando acerca de un rumor que afectaba a un matrimonio joven, recién llegado al barrio, y había dado lugar a que disparatadas especulaciones circularan por la zona…  

Pedro miró al caminante y, señalando a su amigo, le dijo: Este sabe de abejas, tenía unas pocas de colmenas allí abajo, en el campo. Aquella mañana el caminante terminó aprendiendo algo sobre las colmenas, de boca de esos divertidos ancianos: sobre sus cámaras de cría, sus alzas o cajones rellenos con panales donde se iba situando la miel elaborada por las abejas, su tablero de vuelo… y aprendió también el caminante la animadversión que le tenían los apicultores al abejaruco, un llamativo pajarillo de colorido plumaje.

Picado por la curiosidad, anduvo el caminante unos días por caminos por donde solía verse al abejaruco durante su época de cría, desde mediados de marzo hasta finales de agosto; a finales del verano regresaban a sus zonas de invernada, en el continente africano. Con el auxilio de algunos vecinos del lugar, conocidos de Pedro, pudo dar con un pequeño bando de abejarucos y tuvo la oportunidad de observarlos y tomar algunas fotografías. Era un ave de unos treinta centímetros, con la cabeza pequeña y un pico largo y curvado. Lucía en la garganta un intenso plumaje amarillo y le cercaba los ojos, a modo de antifaz, una línea de plumas negras. El resto del cuerpo lo tenía cubierto de plumas rojizas, verdes y azuladas. Las dos plumas centrales, muy largas, estilizaban su figura. Diríase un ave del paraíso, pensó el caminante en el silencio de la tarde de verano. Estaba ciertamente emocionado ante tan singular belleza y agradecido a sus acompañantes, quienes le indicaron unos taludes de tierra donde solían excavar sus nidos. Según le contaron, con sus picos, sus alas y sus cortas patitas los abejarucos excavaban unos túneles al final de los cuales construían las cámaras donde pondrían sus huevos, cinco o seis en cada puesta. A continuación, sus acompañantes le hablaron de la endiablada habilidad del abejaruco para atrapar al vuelo todo tipo de insectos: avispas, moscardones, libélulas y, como indicaba su nombre, abejas. Los apicultores les temen como al demonio, le dijo uno de ellos; y con razón, si encuentran una colmena son capaces de acabar con todas las abejas.

Durante el camino de vuelta, el caminante estuvo pensando en esa paradójica situación del abejaruco, un pajarillo de extraordinaria belleza y tan odiado o temido por su voracidad. Pensaba que quizás su misma denominación, abejaruco, incluyera un tono despectivo en lo que podría ser un sufijo peyorativo, -uco. Era una simple especulación lingüística, tan del gusto del caminante. Lo cierto es que, cuando pensaba en el abejaruco, hermoso pajarillo de largas migraciones, le venía a la mente la imagen de la hermosa Salomé danzando sensualmente frente a Herodes minutos antes de pedirle que decapitara a Juan El Bautista. El caminante siempre había sentido un especial interés por las pinturas de Gustave Moreau, un artista decadente del siglo XIX que recreaba en algunas de sus pinturas la leyenda bíblica de Salomé. De qué manera la belleza podía contener elementos siniestros perturbaba el pensamiento del caminante aquella tarde en que regresaba de fotografiar al abejaruco… Al llegar a un cruce de caminos se despidió, agradecido, de sus acompañantes. Desde lejos le llegó la voz de uno de los conocidos de Pedro que lo habían acompañado ese día: Amigo, gritó, el abejaruco. a las veinticuatro horas, cuco. Le pareció escuchar entonces el eco de unas risas, o tal vez fuera el inconfundible reclamo de los abejarucos, un canto que emiten en vuelo y puede escucharse a largas distancias. La luz de la tarde comenzaba a descender sobre los campos de trigo.