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Categoría: Biblioteca al habla ...
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Lorenzo Almar vuelve este curso a la revista con un nuevo capítulo de "Estos diarios o lo que sean".

Queremos agradecerle que nos deje disfrutarlo.

Imagen: El Yerres, lluvia óleo sobre lienzo de Gustave Caillebotte.

PRIMER MOVIMIENTO

GOTAS

Lo primero que veo al despertar de la siesta es el frutero con manzanas reinetas, sobre la mesa del salón. Parece un bodegón de Cézanne. Me muevo un poco, tumbado en el sofá, apenas para despegarme de la manta, y me quedo así un rato envuelto en su tibieza.  Sólo mirando. Quieto.

Al otro lado de la mesa, por los grandes ventanales que ocupan casi toda la pared de enfrente, entran la media tarde y el jardín. Hay nubes que cruzan cambiando la luz a cada instante. Me están entrando muchas ganas de salir a pasear. Aún algo aturdido me levanto con calima en los ojos, y en el baño me echo agua fría en la cara para quitarme esas telarañas del sueño. Me pongo el chubasquero, las botas de treking y cojo un paraguas.

Fuera de la casa el aire es refrescante, de planeta mojado por la lluvia que cayó al mediodía, mientras yo preparaba en la cocina boquerones en vinagre y natillas con roca flotante.

Los manzanos que hay antes de llegar a la cancela del jardín aún no han perdido las hojas, pero el abedul está poniéndose rubio. Serenidad. Abro la cancela y con paso moderado comienzo a subir por un camino del bosque. Es un ascenso suave. Voy seducido por la compañía de árboles extraordinarios que ascienden conmigo, con dignidad de arcanos ilustres; más sabios que yo porque conocen a dónde se dirige el sendero. Mis sentidos despiertan mientras intento  ese difícil placer de no pensar en nada.

Y me detengo. Contemplo un caracol del tamaño de una lenteja deslizarse por la hoja de un majuelo;  un poblado de setas que vive en la cueva de un tronco podrido; toco líquenes que dibujan tatuajes en el gris de una roca y musgos que son una tentación esmeralda. Sensaciones inmediatas. Recojo del suelo castañas y un pequeño trozo de muérdago, que guardo en un bolsillo  como si hubiese encontrado un talismán. Las hiedras y las zarzas trepan, tal vez anhelando ver las caras del cielo. A mi paso una pareja de torcaces huyen,  volando al refugio de una ribera salpicada de otoño.

Comienza a llover con suavidad. No quiero renunciar al paseo y me cobijo con el paraguas, que amplifica el sonido de la lluvia bajo su cúpula de plástico. Y continúo subiendo.

De pronto el bosque se abre a un collado y el camino se disuelve en una pradera de helechos cobrizos, apretados, que van empapando las perneras de mi chándal. Menos la lluvia y mis pasos el resto del espacio ha enmudecido.

Cuando cesa la lluvia aspiro con fuerza. El aire húmedo entra en mis pulmones, me paro, escucho… ¿qué es esa crepitación que sale de la tierra? No, no es de la tierra. Escucho más atentamente… Crujen los helechos rizados, con débiles vibraciones de cristal que se quiebra. Quizá sea un mantra de agradecimiento por la lluvia. Escucho con calma esta respiración del paisaje antes de seguir andando.  Una nube sin forma rueda por una ladera, rozando con su vaho los dedos de los árboles.

Quedará algo más de una hora de luz. Tengo que volver a casa. Sin cerrar el paraguas entro al bosque, pisando con cuidado la hojarasca mojada y sepia para no resbalarme. Caen miles de gotas. Su sonido dispara mi imaginación, que tantas veces se desborda con facilidad casi neurótica. Y la música de Satie acaba de invadirme. (♫ Erik Satie : Gymnopédies. Pascal Rogé : Piano. Pierre-Auguste Renoir : Paintings) Ha llegado con las gotas y mis pasos. La evoco con claridad en mi cabeza.  Casi la construyo. Una psicodelia de círculos concéntricos hace tiritar la piel de los charcos.

Imagino que todo el bosque es un gotear de acordes en un teclado de hojas, un gran piano donde la música de Satie se interpreta en la íntima soledad de mi paseo. Sólo para mí.

Sin dejar de escuchar ese piano vuelvo a pensar en esas criaturas que llamamos árboles. Castaños, hayas, robles que me envuelven. ¡Tendría tanto que contar de los árboles! Los miro con el fervor que merecen. Cierro el paraguas. Y camino  en la desnudez de las gotas. En la resonancia del bosque se abre ese abismo interior que es la emoción de la música… la voz de las gotas… el piano de Satie.

Dejo de andar. Un rato largo. Casi me siento liviano y ausente en medio de esta partitura goteante. Cierro los ojos un momento. Luego giro sobre mí, lentamente, para saberme en el centro de las notas de lluvia que se expanden por el laberinto gótico del bosque. Saco mis manos de los bolsillos del chubasquero y dejo caer en sus palmas algunas gotas, que se deshacen con un ruido blando. Quiero que el piano de Satie deje el bosque en mis huellas, pero mis manos me parecen teclas desafinadas y las vuelvo a esconder.

Un intenso escalofrío me recorre de repente. Será por la humedad que sube de los bajos empapados  del chándal.  Y sigo andando. En algún lugar comienza a piar un pájaro con silbidos cortos y flojitos. Sigue leyendo....

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Muchas gracias Lorenzo