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El escribano triguero es un pájaro de apariencia similar a la del gorrión pero es más grande y tiene un pico corto y fuerte, óptimo para su alimentación granívora. Luce un plumaje pardo y un vientre blanquecino con líneas oscuras en el pecho. Diríase, piensa el caminante, que en su aspecto tiene la sencillez del campo y no hallará, quien con él se cruce, lucidos plumajes ni un vuelo imperial. Lo encontró una mañana el caminante encaramado en lo alto de uno de sus habituales posaderos, un poste de madera desde donde el pajarillo marcaba incansablemente el territorio con su peculiar canto. Comenzaba la primavera y con ella la época de cría de esta avecilla que solía realizar una o dos puestas de huevos al año y que anidaba en el suelo. Tan apegada estaba al terruño que no podía ser de otra manera, pensó el caminante. No se entretuvo mucho, para no molestarla, y continuó su paseo satisfecho con las dos o tres fotografías que llevaba en su cámara.

Cuando pasea por los caminos, los pies del caminante actúan como si fueran los dientes de una herramienta agrícola que separara la paja del trigo; a cada paso que da el caminante nota cómo el ruido perturbador se aleja de sus pensamientos y el espacio que desocupa se llena con el aire de la mañana y el canto de los pájaros. También se ocupa con recuerdos como el de un pasaje bíblico que escuchó un día en boca de un religioso durante sus años escolares, un relato articulado con la contundente viveza que imprimían los hermanos lasalianos a sus palabras. Cree recordar el caminante que era un pasaje del Nuevo Testamento en el que  Juan el Bautista anunciaba la llegada de Aquel que separará el trigo de la paja para que esta última arda en un fuego inextinguible. Es un recuerdo que perturba al caminante, quien apenas dos recuerdos agradables conserva de su paso por el colegio religioso: la elaborada oratoria de algunos profesores enfundados en sotanas oscuras coronadas por impolutos alzacuellos y la alegría que salía de una gran pajarera situada en el patio de la escuela, donde el caminante niño se detenía muchas mañanas a contemplar los pajarillos que dentro revoloteaban. El encuentro con el escribano triguero le trajo al caminante la perturbadora imagen del fuego inextinguible pero decidió apartarla con rapidez de su mente; en su lugar, había otra que más le interesada recuperar, una imagen más amable y menos perturbadora: la de Sancho Panza contándole a su desnortado señor cómo ha encontrado  a Dulcinea en un corral cribando el trigo; don Quijote rápidamente advierte a su entregado escudero que no serían granos de trigo sino perlas las que en sus manos tenía. Y ahí, piensa el caminante, está la poderosa seducción de cualquier relato, que bien dirigido puede situar el foco de atención en la realidad o en el ensueño; o, puesto en boca de un  hábil religioso, en la amenaza.

El caminante concluyó esa mañana su paseo a orillas de la marisma. Solo cuando tuvo ante sus ojos la límpida extensión azul de sus aguas consiguió detener el flujo de sus pensamientos y recuerdos. Sentado en un banco de madera y rodeado de gaviotas, cormoranes y limícolas, volvió a sentirse como ese niño que apoyaba su rostro en la rejilla de una pajarera minutos antes de que sonara la campana del patio y tuviera que encaminarse hacia el aula. Entonces no lo sabía, pero tal vez ese niño fuera un pajarillo que, desde dentro de la jaula, observaba todas las mañanas a un escolar correteando, con la mochila a las espaldas, hacia el encuentro con sus profesores y compañeros de clase. Quién sabe de qué lado de la realidad estaba y está el ensueño.