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Bom dia, señor. ¿Vocé viu uma cegonha preta? El caminante no pudo evitar dar un pequeño respingo ante la inesperada irrupción de esas palabras que le habían llegado por la espalda con la rapidez del vuelo rasante de un aguilucho lagunero. Giró la cabeza y se encontró con el rostro sonriente de una señora menuda y bajita; llevaba la cabeza cubierta por la capucha de un chubasquero rojo que a todas luces le quedaba holgado. Sus chispeantes ojos se ocultaban tras unas gafas de cristales gruesos y montura verde.

Él nunca había visto una cigüeña negra pero había escuchado hablar sobre ella. Era de un tamaño algo menor que la blanca y casi todo su cuerpo estaba cubierto por un plumaje negro con irisaciones metálicas verdes y moradas. Sabía que no era imposible verlas en la zona porque alguien le había comentado, semanas atrás, que la había fotografiado en un humedal no muy distante de donde se encontraban.

Finalizaba el mes de octubre y el caminante se había pasado los últimos días transitando por un sendero pedregoso que se abría, como un balcón, a una vasta extensión de cultivos. Se dirigía hacía allí desde que localizara en sus inmediaciones una nutrida bandada de cigüeñas repartidas longitudinalmente por los surcos abiertos en la tierra por el arado del tractor y felizmente encharcados tras las primeras lluvias del otoño. Diríase un uniformado ejército de infantería marina, pensó el caminante la primera vez que las vio. Machos y hembras lucían un inmaculado plumaje blanco que contrastaba con el negro de las plumas de vuelo y las coberteras de las alas. Sus alargadas patas rosadas las dotaban de elegante esbeltez. Acostumbrado a verlas en los campanarios de las iglesias o en las torretas eléctricas que jalonaban las carreteras, el caminante se entregó al placer de contemplarlas distribuidas por el campo abierto antes de tomar algunas fotografías. Recordaba que alguna vez había subido por la angostura de unas escaleras que llevaban a un campanario con la intención de observar de cerca a una pareja de cigüeñas y a sus crías, los cigoñinos, unos polluelos blancos que al nacer, como otras aves, tenían un diente en el pico para romper la cáscara del huevo. Superó para ello el miedo a las alturas y, sobre todo, la repulsión que le provocaban las telas de araña.

Não, senhora, não a vi por aqui. Con qué extraña sensación de bienestar había articulado esas palabras en portugués; adoraba la eufonía de esa lengua tanto como a sus hablantes; adoraba a esa señora desconocida que recorría los lugares tras la pista de la cigüeña negra. Desde que salía al campo a fotografiar las aves, el caminante sentíase miembro de una invisible comunidad de personas que buscaban el encuentro con las aves como quien busca el Santo Grial; estaba acostumbrado a cruzarse con ellas, caminantes silenciosos de cuyos cuellos colgaban unos prismáticos o una cámara fotográfica más o menos sofisticada; amantes de un sueño efímero, oficiantes de una liturgia que algo tenía de atávico y mucho de telúrico. En estos desplazamientos silenciosos por senderos y humedales, los miembros de esta hermandad inexistente intercambiaban informaciones pero también entusiasmos. Vi una garza imperial, le comentó al caminante un señor entrado en años una tarde con un ligero temblor en la voz, esbelta, estilizada, con las bandas longitudinales del cuello, negras y blancas  y la cabeza cubierta de un plumaje negruzco con irisaciones verdosas, continuó, llevándose las manos a la cabeza. Se perdió el caminante en estos pensamientos de manera que cuando regresó al presente la simpática señora portuguesa ya había desaparecido. Ante sí continuaban las cigüeñas, entregadas a una quietud que solo rompían para introducir sus alargados picos en las aguas encharcadas del sembrado. Sabía el caminante que las cigüeñas eran portadoras de buenas noticias en tradiciones diversas que parecían remontarse al Antiguo Egipto.

Repudiaba el caminante el cuento de Cristian Andersen sobre las cigüeñas desde que, siendo niño, lo leyera, una tarde de invierno en la sala de biblioteca de su colegio, un cuento que se introducía sin pudor en la zona oscura del ser humano. El caminante niño abrazó para siempre la imagen angelical de las cigüeñas como heraldos blancos que sobrevolaban los cielos portando en sus rosados picos bebés recién nacidos; el caminante adulto fotografió aquella mañana la descomunal belleza de las cigüeñas concentradas en un campo de cultivo; como le escribiera un día su amiga francesa, la beuté qui n´exalte pas mais inonde de silence.

David Collis