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Adquiere el caminante un aire de homo viator cuando transita por senderos colindantes a marismas y humedales; diríase que en sus manos porta un rosario cuyas cuentas fluyen entre sus dedos con la fluidez cristalina del agua. Pero no son oraciones las que su lengua musita; son palabras y en ellas se enreda torpemente, tropieza con ellas y cae una y otra vez. Sucedió así una mañana en que le sorprendió, a la entrada de la marisma, la poderosa imagen de un ave, en esos momentos solitaria, que aseaba sus plumas bajo la rabiosa luminosidad del sol de mediodía; una semana atrás habían llegado las primeras lluvias, el frío y las grullas, y los libros desaparecidos habían encontrado acomodo en los anaqueles de la librería del caminante. Con qué júbilo había recibido ese par de libros que tras semanas de infructuosa búsqueda había dado por desaparecidos; también migran los libros y en ocasiones no regresan de su viaje, encuentran a veces nuevos hábitats donde quedarse como residentes, o bien la trampa mortal de un tendido eléctrico. Quien quiera leer, que se queme las manos, se dijo el caminante, recordando el título de un texto que escribió hacía ya muchos años.

El ave que tenía delante era una avoceta, un ave invernante que había tenido ocasión de fotografiar alguna vez y que al caminante le resultaba de una belleza asombrosa, por la singular curvatura de su pico. Parecía un ave adulta, por la intensidad del color negro de las franjas que atravesaban su plumaje blanco y cubrían su cabeza. Las patas eran largas, grises y delgadas. Por su tamaño y por su plumaje, las avocetas le recordaban al caminante a las cigüeñuelas, limícolas de similar estampa.  Como ellas, la avoceta acostumbraba a vadear las aguas someras de la marisma moviendo su pico de lado a lado, entregada a la búsqueda de insectos acuáticos, larvas, crustáceos, gusanos…Aprovechó pasa hacer algunas fotografías, antes de que  la avoceta se alejara hacia el interior de la marisma. El caminante se quedó solo, ufano de haber podido disfrutar durante unos minutos de la visión de tan apreciada ave. Era un pacto tácito el que tenía establecido con las aves de la marisma, no pedirles más de lo que ellas le daban durante unos instantes, siempre insuficientes pero siempre recibidos con agradecimiento. Guardó la cámara y continuó su paseo por los senderos de la marisma. Se resistía al impulso de girar la cabeza para intentar verla de nuevo, condicionado tal vez por el recuerdo de la feroz penitencia con que los dioses castigaron a Orfeo.

Tenía el caminante una debilidad por tirar del hilo de las palabras y esperaba con ansiedad el momento de llegar a su casa para buscar información sobre el origen del término avoceta; haría algunas llamadas telefónicas, consultaría algunos libros pero no le llevarían más allá de algunas etimologías que podrían ser populares pero cuya propuesta había terminado por complacer al caminante: avoceta podría derivar del italiano avosetta, pájaro agraciado. La probable inexactitud no incomodaba al caminante; la imprecisión, el error, el fallo de cálculo, la confusión…, pensaba él, contribuían generosamente  a la comprensión del mundo. El caminante siempre anduvo convencido de que los límites entre la realidad y la fantasía eran difusos, convencido de que tan buena literatura fantástica podría encontrar en un sesudo tratado sobre las leyes de la termodinámica como precisión científica en los versos de un atribulado poeta finisecular. El prodigio estaba en el ave y en el ave estaba su belleza; la palabra que la nombrara no era el ave y pensaba el caminante, recordando su paseo por la marisma aquella mañana en que encontró a la avoceta, que de tanto nombrarla, de tanto buscar su precisa nomenclatura y el porqué de la misma, podría perderla para siempre, como perdió el incauto Orfeo a la hermosa Eurídice.

DAVID COLLIS