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Hubo una tarde de verano avanzado en la que el caminante se alejó de la marisma y dirigió sus pasos hacia una población cercana. Recientemente le habían llegado noticias sobre un viejo edificio donde anidaban los vencejos. El caminante no se sentía capaz de identificar con claridad a esas extraordinarias avecillas migratorias que a veces confundía con golondrinas, por su plumaje negro y su agitado vuelo. Había leído alguna vez que los vencejos pasaban gran parte de su vida en el aire y que en el aire copulaban, en el aire dormían y en el aire se alimentaban de insectos, de  manera que solo se posaban en la tierra durante la época de cría y era entonces cuando solían utilizar, para ello, en ambientes urbanos, edificios abandonados.

Hecho estaba el caminante a transitar por caminos solitarios pero esa tarde haría una excepción, tras el vuelo de los vencejos. No le resultó difícil encontrar el edificio; estaba a las afueras de la población, un esqueleto de ladrillo de tres plantas, vanos sin ventanas y hormigón desnudo. A los pies del mismo figuraba un cartel, ya descolorido, que promocionaba las  futuras viviendas. Mediaba la tarde y desde lo alto del edificio le llegó al caminante un sonido agudo y continuado, nada armonioso, diríase una sucesión de chillidos que a su memoria trajo recuerdos de tardes de infancia en el verano. Alzó la mirada. Allí estaban los vencejos, ejecutando en el cielo una danza coral de luminosa vitalidad. Buscó un lugar donde sentarse, cerró los ojos y pasó un rato disfrutando de esa algarabía que le llovía del cielo.

Esa tarde el caminante pudo hacer una sola fotografía. La luz de la tarde se había ido desvaneciendo lentamente; el tiempo, como una afilada hoja de cuchillo, hacía su trabajo lenta pero firmemente, separando el día de la noche. Se alejó unos metros del edificio abandonado y se arrodilló frente al cartel, buscando un picado. En primer término aparecía la promoción frustrada de viviendas y detrás el edificio coronado por las manchitas negras  de los vencejos que, como la luz, habían ido cayendo progresivamente en un silencio que preludiaba la llegada del ocaso. Abandonó la población con paso acelerado.

Le incomodaba al caminante ese testigo mudo que a sus espaldas quedaba, ese monumento a la voracidad humana que había truncado las vidas de tantas personas años atrás, cuando todo parecía estar a la venta, a manos de unos tahúres sin escrúpulos, de unos trileros de feria que se llenaron los bolsillos de dinero ante la complacencia de los Gobiernos. Los mismos trileros expulsarán algún día a los vencejos del edificio, pensó el caminante, como expulsaron de sus viviendas a las familias a las que engañaron bajo el señuelo de carteles que promocionaban vidas de ensueño. Un último pensamiento ocupó al caminante una vez se hubo alejado de la población. Debido a sus patas cortas y a sus alas de morfología particular, sabía el caminante que a los vencejos comunes les costaba remontar el vuelo cuando caían al suelo. Se preguntaba el caminante quiénes habían ayudado a esas familias que habían caído al suelo en los años de la crisis financiera y el colapso inmobiliario, cuerpos inertes caídos a plomo tras la fiesta del mercado libre; cómo esas familias, se preguntaba el caminante, habrían logrado remontar el vuelo.

David Collis    21-01-2023