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Sucede a veces que el caminante aprovecha el desvelo nocturno para madrugar, tomar un café de grano recién molido, preparar la mochila con los trebejos habituales (prismáticos, cámaras de foto, guía de aves…) y marcharse a las inmediaciones de la laguna, adonde llega cuando el sol comienza a despuntar por el Este. Esas primeras horas del día son óptimas para el avistamiento de aves. La luz es cálida y suave y tanto en las tierras de cultivo como en el aire del amanecer percibe el caminante, con agrado, algo prístino y misterioso, inmaculado y seductor; un lento despertar del mundo. Las aves emiten sus primeros cantos, abandonan sus dormideros y comienzan a dispersarse en busca de alimento. Son momentos de máxima actividad que el caminante aprovecha para recoger en algunas instantáneas.

Una de esas mañanas le sorprendió encontrarse frente a frente con un ejemplar juvenil de martinete común. Posado sobre la rama de un arbusto, lucía un plumaje marrón moteado de plumas blancas. El iris de los ojos era de un intenso amarillo y el pico robusto y afilado. Se mantenía extrañamente quieto, suspendido sobre la rama, como sorprendido por la presencia del caminante, de manera que este pudo hacer algunas fotografías antes de que se echara a volar, emitiendo un sonido bronco y poderoso, como el graznido de los cuervos. Aún pudo seguirlo con los prismáticos durante unos minutos. Vio cómo descendía sobre uno de los canales de riego de la laguna y cómo comenzaba a vadearlo lentamente, buscando en sus someras aguas moluscos, pequeños crustáceos, invertebrados…Cuando el martinete se hubo alejado tanto que apenas podía seguir sus movimientos con los prismáticos, el caminante recogió sus cosas e inició el camino de regreso. Antes de abandonar la laguna, se detuvo a hablar con un agricultor que se disponía a arrancar un tractor John Deere bajo cuyo chasis se encontraba agazapado un simpático grupo de garcillas bueyeras. Fue este quien le contó que semanas atrás había tenido ocasión de ver por allí a un martinete adulto. Nada que ver con el joven que ha visto usted esta mañana, le comentó entre risas desde lo alto de la cabina del tractor. Y así era, el martinete adulto desarrollaba un plumaje blanco en la parte inferior del cuerpo que contrastaba hermosamente con las plumas grises azuladas del dorso y la parte superior de la cabeza, el pileo. El iris de los ojos, a diferencia del joven, era de un intenso rojo coral. Son bichos fáciles de ver al amanecer o al anochecer, continuó el agricultor antes de poner en marcha el motor de su John Deree. El jovenzuelo que ha visto usted hace un rato debía de venir de alguna juerga nocturna, finalizó entre risas. El caminante se quedó parado en el sendero, observando cómo el tractor se alejaba lentamente hacia el Este seguido por el grupo de garcillas bueyeras. Deslumbrado por el sol, el caminante sintió cómo a sus ojos asomaban algunas lágrimas. Nunca fue un nostálgico del tiempo pasado, y si algo le emocionaba era la poderosa belleza del instante presente, a pesar de su fugacidad, pero eso no evitaba que tuviera una clara conciencia del paso del tiempo, materia de la que estamos hechos, los humanos y las aves. Las horas crepusculares, tanto las del amanecer como las del atardecer, estaban revestidas de ese tránsito temporal. El caminante se alejó de la laguna aquella mañana recordando unos versos de Rubén Darío que debió de aprender en un pasado cada vez más remoto. Juventud, divino tesoro, te vas para no volver, se dijo el caminante. Cuando quiero llorar no lloro, y a veces lloro sin querer.