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Cuando Antonio le nombró por primera vez al gallito de marzo el caminante tardó unos segundos en comprender que se refería a la abubilla. No dejaba de admirarle al caminante la riqueza léxica que brotaba de la boca de ese señor de campo con quien había tenido ocasión de intercambiar palabras en sus encuentros ocasionales. Se expresaba con una naturalidad que solo podía ser patrimonio de alguien tan arraigado a la tierra y su ecosistema, de alguien acostumbrado a nombrar su realidad inmediata con precisión y frescura, de una manera obvia y alejada de cualquier artificio. Y el caminante sintió entonces que no podía ser de otra manera, que la abubilla, upupa epops, era sin lugar a dudas un gallito de marzo; su hermoso penacho de color ocre con puntas negras, que lucía cuando se posaba, cuando se disponía a levantar el vuelo, cuando se mostraba inquieta por algún motivo o cuando se preparaba para el cortejo, evocaba la cresta de un gallo. Sí, los gallitos de marzo son muy bonitos, pero huelen… le dijo Antonio socarronamente, mientras se llevaba los dedos a la nariz.

Le contó que algunas veces se había acercado a los nidos de los gallitos de marzo, localizados en los huecos, en las cuevas de árboles viejos, podridos, dañados por la lluvia, el viento y la edad.…., y le había llegado un fortísimo olor a putrefacción. En realidad, continuó, ese olor se debe a que cubren sus nidos con sus propias heces para alejar a los depredadores. Creía recordar el caminante un viejo refrán que hacía referencia a ese hedor, huele peor que un nido de abubillas. El caminante nunca había conseguido fotografiar a la abubilla; es más, solo la había visto en un par de ocasiones y a bastante distancia. Tenía conocimiento de que la abubilla, especie migratoria transaharina, se había convertido en un ave residente en la zona pero no había tenido la suerte de encontrarse con ella, de manera que ahora no estaba dispuesto a dejar pasar la ocasión de que Antonio, ese buen hombre, le hiciera alguna mañana de lazarillo y le condujera al encuentro con las abubillas. Y así lo acordaron.

Juntos recorrieron, una mañana de domingo, una urbanización próxima a la playa con caminos sin asfaltar y sombreada profusamente por pinos y acebuches. Estaba hecho el caminante a sus paseos en solitario y se sentía como si lo hubieran sacado de su zona de confort, pero le agradaba la compañía de Antonio, quien, por el contrario, se movía por la zona como si se hallara en el salón de su hogar. Entraron en varias casas donde Antonio había trabajado, levantando un seto, reparando un tejado, arreglando un pozo… Era un señor conocido, respetado y querido por los vecinos. Conforme avanzaba la mañana, el caminante se sentía como Neddy Neville, el personaje del cuento de John Cheever que decide regresar a su casa, tras una noche de fiesta, a nado, utilizando para ello las piscinas de una lujosa urbanización. Allí donde entraban Antonio y el caminante, todos habían visto a las abubillas y hablaban con entusiasmo de ellas; unos mencionaban su pico largo y ligeramente curvado, otros las elegantes listas negras y blancas de la mitad posterior del dorso; alguno mencionó su cola negra y amplia, atravesada por una banda blanca, otro el característico canto que le había dado nombre, up-pu-pu-pu…y todos, cómo no, hablaban de su cresta y los aleteos irregulares que ejecutaba durante su vuelo. El caminante escuchaba los testimonios con una mezcla de agradecimiento y frustración, pues crecía en él la sensación de que no lograría fotografiarla. Acababan de salir de una de las casas cuando le dio por detenerse y recitar, ante la estupefacción de su acompañante, los versos de San Juan de la Cruz: Mil gracias derramando/ pasó por estos sotos con presura/y, yéndolos mirando/con sola su figura/vestidos los dejó de hermosura. Segundos después sonó el teléfono de Antonio. Tras intercambiar unas palabras con quien estaba al otro lado del teléfono, colgó y, con un tono solemne, se dirigió al caminante: Vamos, tenemos a la abubilla.

Debieron recorrer, con paso precipitado, un par de calles antes de llegar a una casa en cuya puerta les esperaba una amable señora que los invitó a pasar y los llevó a un patio trasero que se abría a un huerto. Parece tener un ala dañada, les dijo mientras introducía las manos en una caja de cartón. De su interior extrajo una hermosa abubilla como quien extrae unas monedas de oro de un pecio. El caminante le pidió permiso para hacer algunas fotografías. Antonio, acostumbrado a trabajar con las palomas que tenía en su casa, la cogió y la examinó desde el pico hasta la cola, con la pericia de quien sabe lo que tiene entre manos. Luego, le abrió las alas e hizo un gesto que la dueña de la casa y el caminante interpretaron como un buen pronóstico. Acto seguido, la echó a volar y la abubilla, tras unos aleteos titubeantes, desplegó sus alas blanquinegras, anchas y redondeadas y voló hacia el huerto. Concluía de ese modo una mañana de domingo en que el caminante había tenido su encuentro con la abubilla.