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Tenía el caminante la costumbre de enviarle a su hijo algunas de las fotografías de aves que hacía durante sus paseos por lagunas, marismas y campos de labranza, caminos que recorrían juntos cuando se daba la ocasión. No siempre esos paseos acababan bien; a veces discutían con la ferocidad emocional de dos críos, a veces regresaban a casa rumiando en silencio la frustración compartida por no haber logrado hacer la fotografía deseada. Ocurrió así una mañana en que, a punto de emprender el camino de vuelta, tuvieron durante unos instantes ante sus ojos la poderosa imagen de lo que parecía ser un busardo ratonero posado sobre una señal de tráfico próxima a la carretera nacional. Bastaron unos instantes de sorpresa e indecisión para que el busardo remontara tranquilamente el vuelo y desapareciera en el cielo como una pompa de jabón.

Tenía una alas relativamente cortas y muy anchas y una cola no demasiado larga,  ¿Lo viste? ¡Claro que lo vi, papá! Y tú, ¿Le has hecho una foto? ¿Pero, cómo le voy a hacer…? ¡Papá! Comenzaban así una discusión, entre bromas y veras, que les permitiría aliviar el enfado por no haber sabido reaccionar con rapidez para lograr una buena fotografía. A veces llegaban, en el paroxismo de la discusión, al insulto  pero en el fondo sabían que el resultado era lo de menos, que lo realmente satisfactorio era pasar juntos un rato, por caminos y humedales, al acecho de algún pajarillo que fotografiar. Diríase que formaba parte de una liturgia familiar consolidada con el paso del tiempo.

Dos semanas después de ese inesperado encuentro con el busardo ratonero, volvieron a encontrarlo, en esta ocasión sobre la copa de un acebuche que usaba como posadero. Diríase que estaba observando  atentamente alguna potencial presa, un conejo tal vez, o un roedor. Era hermoso, lucía un plumaje uniforme de tono marrón y plumas blancas en el pecho. El pico era corto, robusto y algo curvado y tenía unas garras afiladas, fuertes. Estuvieron observando, con los prismáticos que les había regalado Alfred, un amigo alemán, sus hermosos ojos color miel con el iris oscuro. Eran unos ojos que proyectaban una mirada fija, atenta, observadora, paciente, calculadora de los movimientos precisos  que pocos instantes después tendría que realizar para caer sobre su presa, como finalmente ocurrió. El caminante le explicó a su hijo que los ratoneros eran aves rapaces que no gastaban mucha energía buscando presas, eran más bien oportunistas que preferían aguardar pasivamente desde sus posaderos el momento preciso para atacar; a veces aprovechaban la coyuntura de una zona incendiada de la que huían precipitadamente los animalillos o bien los restos de un animal atropellado en la carretera. El busardo ratonero levantó el vuelo, se mantuvo cernido en el aire brevemente, con la cola abierta en abanico, y se desplomó sobre su presa con la velocidad de un torpedo. El caminante y su hijo lo perdieron de vista, solo alcanzaron a percibir el agitado movimiento de la maleza donde se había perdido su figura.

Había resultado ser una mañana agradable; llevaban apenas unas fotografías del busardo ratonero; como en otras ocasiones, el caminante pensaba que tenía que aprender mucho de las aves; ese busardo ratonero le había mostrado la necesidad aguardar el momento preciso para hacer una fotografía y, por qué no, también la necesaria tranquilidad para apresar los momentos importantes de la vida; era una fórmula sencilla que combinaba adecuadamente la atención y la paciencia y despejaba la incógnita de la ansiedad. Como escribiera un poeta querido por el caminante, Mario Benedetti, entablar con la vida el mejor de los diálogos, el diálogo de las miradas. Ese era el camino.