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Continuamos con el relato de Lorenzo Almar. Es la tercera entrega y esperamos poder seguir publicando más. Esperamos que os guste.

  1. Los arbustos

Y todos los arbustos. Ejercicio para  soñar el tacto de sus nombres.

  1. Fuencisla

“Existe una marea en los asuntos humanos, que, tomada en pleamar, conduce a la fortuna; pero, omitida, todo el viaje de la vida va rodeado de escollos y desgracias.” Julio César (acto IV) – William Shakespeare

Esta frase siempre me ha gustado, porque una de esas mareas que tuve en mi vida me llevó a la fortuna; o al menos eso es lo que siempre he sentido. Tal vez el paso de la adolescencia a la juventud sea siempre una marea para todos. Cada uno tendrá la suya propia.

Cuando cumplí quince años mi infancia se había desmoronado. Las inquietudes de mis amigos del bloque comenzaron a no ser las mías y mi mayor amigo se había ido a vivir a Londres.

He tardado casi media vida en aprender que la soledad tiene tribus diferentes; que, a veces, es reconfortante, deseada y necesaria; y que una de las más dolorosas es aquella que se tiene estando en compañía. En aquel momento era un mordisco para el que no estaba preparado. La tristeza es tenebrosa, te encarcela en silencio y no te deja caminar. Para salir de ahí lo primero que hice fue hacerme socio del Círculo de Lectores. También me enteré de que había un club juvenil en la iglesia de La Fuencisla, justo enfrente de mi casa. Por entonces yo era un niño más bien tímido y cargado de complejos, pero una tarde hice acopio de valor, que no sé de dónde lo saqué, y me presenté en el club. Llevaba mucho temor.

Allí se juntaba gente de mi edad y otros más mayores, muchos eran de Almendrales, aunque yo no los había conocido antes, y otros de toda la parte baja del barrio de Usera. Pronto el miedo desapareció sin que yo casi me diera cuenta. Llegaba esa marea de la que habla Shakespeare. A partir de media tarde ibas al club y siempre te encontrabas con alguien, la soledad se evaporó y comencé a sentirme querido y a querer. No fue tan difícil. Y tuve un cierto protagonismo, del que yo mismo estaba sorprendido; parecía otro Lorenzo.

Mucha gente pasaba por el club y, como es natural en los humanos, no todos coincidíamos en la forma de concebir la vida. Se formaban grupos dentro del grupo. Yo tuve el mío, y fue tan intenso que, 54 años después, mientras escribo esto, todavía conservo una buena amistad con algunas amigas de aquel tiempo; y con el resto los recuerdos de muchas felicidades y aprendizajes. Nos unía esa química de la confianza para las intimidades; algo que permite, con cierta comodidad, moverse un poco a gusto por la vida.  El vínculo que nos aleja de la soledad, con amigos que conocen sus nombres y apellidos, que también se comunican con los ojos, que se entienden con silencios. Amigos que son como los buenos libros y que, alguna vez, también se cierran.

El club no era sólo un lugar de encuentro. Se organizaban lecturas, exposiciones, fiestas, coloquios. Intercambio de conocimientos. Había gente que pintaba o tocaba la guitarra. Esperanza hacía bien las dos cosas. Desde mi portal se veía la ventana del salón de su casa; si nos habíamos cruzado en la infancia del barrio no nos recordábamos. Fuimos muy amigos, luego la vida nos dispersó y no volvimos a saber de nosotros. Mis poemas de aquel tiempo los tengo en dos cuadernos de anillas de tamaño cuartilla. Ella me los regaló para que pudiese tenerlos todos juntos; y las firmas de los que me leyeron están en la primera página de uno de los cuadernos. A menudo pienso en ella. Sus rizos rubios y sus ojos claros recordaban a los ángeles del Renacimiento. Cuando empezó a estudiar Bellas Artes, en la universidad, me enseñó a ver colores ocultos en todas las cosas; colores dentro del color.

Hicimos teatro y comentamos películas, nos descubrimos música unos a otros. Muchos hacían incursiones en la escritura, pero he de decir sin modestia alguna, y todos sabían eso, que los poetas de la Fuencisla éramos Gloria y yo. Nos hicimos íntimos enseguida. Teníamos un entendimiento en las cosas del sentir que pasaba también por las palabras. Algo similar, porque cada relación que establecemos con las personas es distinta, tuve, y aún tengo, con Marta, aunque no escribiese poesía.

Durante unos años, con las guitarras, cantábamos en las misas de la parroquia. Algunos fuimos monaguillos o leíamos en la homilía; otros llegaron al club sólo para ligar, algo bastante atrayente y natural. Pero el club, poco a poco, trajo otros descubrimientos. Gente que llegó de fuera  y de otras partes de Usera. Se traían libros prohibidos, análisis políticos, rebeldías contra el sistema y el régimen, charlas sobre sexualidad. Fuimos a manifestaciones en las que daba palos la policía; a conciertos donde las canciones no eran coplas ni boleros; a cines clandestinos a ver películas censuradas, así conocimos a Buñuel, Pasolini, Bergman. Nos fuimos haciendo rojos rojísimos, hippies, progres se decía en la época. Los chicos comenzamos a dejarnos el pelo largo y barba; a vestir de una forma que no era la considerada decente ni apropiada en los cánones de aquella España rancia. Mi padre decía que parecíamos pastores, zarrapastrosos, vagabundos. Se le llevaban los demonios cuando me ponía pantalones de pana y los chalecos de mi abuelo. Mi madre, en cambio, siempre le decía “¡Pero Santos, no te disgustes, si con eso no hacen daño a nadie! ¿no ves que todos van igual?”

Algunos salieron escandalizados o aburridos y no volvieron más al club. Hasta que el párroco, que era un borracho de cuidado, se percató de lo que se cocía y cerró el local donde nos reuníamos. Para entonces Dios, y todos los dioses, habían salido ya de mi vida.

Cuando se empieza lo que llaman la primera juventud hay que buscar alguna forma de salir al mundo, soltar amarras no es sencillo para nadie,  pero como la vida empuja sí o sí para todos, cada uno encuentra su manera, se las apaña como puede.

Para mí fue un despertar. Sin saberlo entonces, el club fue una buena elección. Me enriqueció de una forma que ni siquiera había imaginado. No quiero decir que no tuviese desesperanzas que, probablemente, hubiese tenido de cualquier otro modo. Después hubo más mareas en mi vida. Algunas las perdí.

Y se preguntarán los que vayan a leerme ¿qué rayos tiene esto que ver con el mundo vegetal? Pues sí, porque fue en esos años cuando comenzamos a ir de acampada. Nunca antes había ido. El descubrimiento de las montañas y los bosques era como si me cayesen encima maremotos de placeres. La sensación de libertad de la naturaleza, salir del asfalto, andar entre helechos que sólo había visto en los mercados sirviendo de cama para pescados o frutas, ver árboles que no conocía, lavarnos en un río de montaña, charlar, reír o cantar junto a una hoguera por la noche, dormir bajo el rumor de los pinos, el canto de algún ave y llenar los ojos de estrellas. Respirar. Viajar por otros mundos más allá del barrio, incluso dentro de tu misma ciudad. Todo eso era descubrir, descubrir y gozar. Contemplar la niebla entre los rebaños de árboles como un cuadro  impresionista, pisar la luz de la nieve cubriendo los bosques, dejarse arropar por la luna. Siempre tuvimos el respeto de no herir nada, eso era una ley casi sagrada. Aprendí muchos nombres del mundo verde. Ninguno teníamos coche, y poco dinero, sólo las mochilas, las tiendas de campaña, comida y muchas ganas. Así cargados cogíamos el tren con destino hacia la sierra. Comimos muchas latas de Fabada Litoral.

Eso tiene que ver, que no es poco. El deslumbramiento de las acampadas fue tan nutritivo como la pleamar que me llevó al club de la Fuencisla. A veces, era tanta mi emoción antes de irnos al monte, que no pegaba ojo la noche anterior.

Creo que me acabé de enamorar de los musgos leyendo un poema de Gabriela Mistral.

Continuará...

Gracias Lorenzo por este maravilloso texto.