Hola a tod@s, tenemos buenas noticias. Lorenzo Almar (Escritor de Asuntos Vegetales) estará en nuestro instituto el jueves 5 de junio en la Biblioteca "Miguel Teruel" del Central. Nos envió otro escrito y al leerlo nos gustó tanto que hemos decidido publicarlo ya. El escrito "Asunto Vegetales" lo ponemos aquí en pdf completo para que lo descarguéis y lo leáis tranquilamente. Igual hacemos con el nuevo escrito, pero colocamos su inicio, a modo de aperitivo. Tenéis los dos escritos en pdf listos para su descarga y lectura. Para EnManteca es un placer tener esta oportunidad. Gracias Lorenzo por todo... Y ahora a disfrutar leyéndote.
Para mi tía, naturalmente. También a la memoria de Doña Rosario. Y a mis primos, por su ayuda en parte de la reconstrucción de esta historia.
“… y la vida era otra, de viento y de cielo,
de hojas y de nada.
Alguna vez retorna
en la quietud inmóvil del día la memoria
de ese vivir absorto, en la luz asombrada.”
CESARE PAVESE (Lavorare stanca)
HOLA, PRECIOSO
Mi padre no me dijo porqué aquel día, después de comer, íbamos a ir a ver a tía Tina. Tenía que darnos algo. Era raro que mi madre no viniese a ver a su hermana pequeña. Es probable que, siendo mi hermano un bebé, no era cuestión de andar zancaneando media hora larga para llegar al metro, además teniendo que cruzar el puente de Legazpi con un niño de siete meses. Casi en la puerta de casa podíamos haber cogido el autobús nº6, que nos llevaría hasta allí, pero había que esperar lo suficiente en la parada como para quedarnos todos peladitos con los fríos que hacía. La opción de un taxi no era posible en el presupuesto familiar.
Así que allí iba yo, cogido de la mano de mi padre, atravesando el puente bien enfundado con mi pasamontañas en la cabeza y el frío convertido en viento; las solapas de la gabardina de mi padre azotaban su cuello. Un puente áspero.
No olvidaré nunca como era cruzar este puente. En verano el sol te arañaba con ganas y el asfalto se apompaba. Uno iba por las aceras estrechas envuelto en una mezcla de horno y gases de los coches. Y en invierno la lluvia y el frío te seguían arañando y te encogían, los coches salpicaban los charcos y te mojaban las piernas. Se podían salvar la primavera y el otoño, pero son cortos en Madrid.
Cuando habías pasado la mitad del puente entonces llegaba el olor. El Matadero estuvo muchos años situado entre la orilla del río Manzanares y la plaza de Legazpi. Puestas a secar, en las alturas abiertas de las naves que daban al puente, se podían ver colgadas al aire pieles y vejigas de cabras y ovejas, para la fabricación de panderetas y zambombas; el sebo que las cubría impregnaba la atmósfera de un hedor untuoso de putrefacción, un olor de los que casi podían provocar arcadas. A mi hermana, que aún le quedaban unos años para nacer, cuando era pequeña y había que pasar aquel tramo del puente, mi madre le ponía unas gotas de colonia Heno de Pravia en un pañuelo, para que se lo pusiera en la nariz. A los chicos no.
Cruzar el puente era, la mayoría de las veces, una maldición. Hasta las acacias que había en los extremos estaban renegridas y enjutas y, aun así, hacían el esfuerzo de florecer, las pobres ¡cómo es la vida!
Sé lo que digo porque muchos días tuve que cruzarlo hasta cuatro veces para ir al metro. Lo paradójico es que uno lo pasaba como si nada, con una incómoda tranquilidad; charlando con un amigo, o solo, o corriendo porque llegabas tarde donde fuese. Eso sí, se veía mucho cielo. Ése día, de la mano de mi padre, no pensaba todavía nada sobre el puente, seguramente iría contento. Habían empezado las vacaciones. Gaviotas urbanas planeaban sobre el río gris. Alguna lanzaba un grito seco que parecía contagiarse a otras, que también empezaban a gritar.
En la boca del metro de Legazpi siempre había un hombre que vendía perfumes, vestido como un maharajá hindú con su turbante y todo y, si te descuidabas, te llevabas como muestra una rociada de pachuli.
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Salimos del metro en la estación de Argüelles. La iglesia donde me bautizaron y la habitación alquilada en la que habíamos vivido, hasta hace más o menos un año, estaban a cinco minutos de la casa de mi tía. No era la primera vez que iba, aunque era demasiado pequeño para acordarme.
Bueno, en realidad no era su casa, era la casa de doña Rosario, en donde mi tía estaba interna sirviendo. Había llegado con 16 años a Madrid, justo pocos días antes de que yo naciera. Sus hermanas ya estaban sirviendo en la ciudad, como lo había hecho mi madre antes de casarse y pasar a tener otro oficio llamado “de profesión sus labores”, o sea, criadas sin sueldo; por no decir otras palabras más dolorosas.
Un día mi tía dijo en el pueblo “Me voy para ganar para un abrigo y un reloj y luego vuelvo a Pedraza” Pero ya sólo volvió de vacaciones.
Mi madre, mi abuela y ella misma contaron muchas veces que ya desde niña era muy rebelde, que tenía mucho genio decían. No entendía conformarse con aquella vida pobre de posguerra que les había tocado vivir, y con siete u ocho años le decía a mi abuela “Pero madre, usted no sabe gobernar una casa; nunca hay de nada. Viene el tío de las peras y usted no compra peras; viene el tío de los quesos y no compra quesos; viene el mielero y no compra miel, pero qué forma es esta de gobernar una casa. Ya verá, madre, ya verá, cuando yo sea mayor no va a faltar de nada, ¡yo sí voy a saber gobernar una casa!” “¡Ojalá, hija mía, ojalá!” contestaba mi abuela.
De los siete hijos que tenían mis abuelos ella era la penúltima, nació seis meses después de terminar la guerra civil. Ni siquiera sabía por qué su madre guardaba los huevos de las gallinas y ni de eso se podían hartar; los canjeaba por retales de tela para poder remendar la ropa de la familia. No podían entender el hambre. Contaban que iban al muladar del pueblo a rebuscar desperdicios. Si encontraban una monda de patata la lavaban y la freían en manteca, o una piel de naranja que allí mismo se comían, y era un lujo si lo que encontraban era una corteza de tocino o de queso. Era lógico que no quisiera volver a aquellas penurias que incendiaban los campos hasta despoblarlos.
Al pueblo llegó un día un hombre que hacía la permanente a las mujeres y ella, siendo ya mocita, quiso hacérsela, pero mi abuela no quería, imagino que por no gastar dinero. El tío Isidro que la quería mucho intercedió por ella "ande, madre, deje a la chica que se haga la permanente"; a lo cual finalmente accedió mi abuela. Parece ser que le pusieron unos bigudíes y empezó a salir humo de todo aquello ¡imagínate los químicos que llevaría eso! Luego, el mismo día, mi tía se fue a coger moras a un zarzal con unas amigas y se le enganchó el pelo en las zarzas y adiós permanente. No quiero imaginar la desazón de mi tía y el cabreo de mi abuela Laura.
Quizá por esa rebeldía era por lo que mi madre pensaba que mi tía era “más moderna” y cuando se compraba ropa siempre iba con ella para dejarse aconsejar y no ser tan sobria “es que tía Tina me ayuda a escoger algo un poco más alegre” decía; sin embargo mis primos, sobre todo Roberto, venían a arreglarse la ropa a mi casa “Roberto, a mí no me marees, vete a casa de tía Isa que te coja el dobladillo de los pantalones, que a ella le sale perfecto” y es que a mi madre le gustaba la costura y lo hacía de maravilla, igual que mi abuela. No siempre las herencias son económicas. Mi tía Tina, sin saberlo, también había heredado parte del genio de su madre.
Al principio de llegar a Madrid mi tía iba muchas veces llorando a ver a mi madre, su hermana mayor “¡¿Pero por qué lloras, Tina, te tratan mal, no te dan de comer…!?” No era nada de eso. Se sentía sola, perdida en una ciudad tan grande, casi una niña que apenas había salido del pueblo. Pero se le pasó, se compró el abrigo y el reloj, que se lo compró a mi padre porque, además de trabajar en un laboratorio, también hacía de representante de una tienda de relojes. Madrid se encargó de enraizar en ella. Había caído, además, en una casa con suerte.
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Doña Rosario era soltera y la trataba casi como si fuera una hija que le hubiese llegado desde una aldea de Salamanca. Lo que siempre ha dicho mi tía es que para ella era como una madre y que, de hecho, tenía mucha más confianza que con mi abuela. Que le enseñó todas las tareas domésticas, pues es de imaginar que una niña de pueblo, con las cuatro reglas aprendidas y el hambre a cuestas mucho no sabía. Hasta le hacía ella misma ropa a mi tía durante los quince años que estuvo allí.
La protegió y ayudó durante toda su vida, incluso cuando mi tía se casó y tuvo su propia casa. Entonces doña Rosario pasó a llamarse La Madrina porque amadrinó al primer hijo de mi tía, mi primo Alfonso, y le dejó en herencia un tercio de su casa. Entre ella y su amiga íntima, a la que llamábamos La Carmen Pérez, que también amadrinó al segundo hijo de mi tía, pagaron los estudios de mis primos en buenos colegios y se los llevaban al El Corte Inglés a comprarles ropa. Mi prima Susana ya no tuvo tanta suerte porque su padrino fui yo, que nunca he tenido más que para sobrevivir.
Por esas casualidades que tienen los destinos la mujer que la sustituyó se llamaba también Agustina, era muy ordenada, trabajadora y excelente cocinera, pero tenía un carácter muy agrio y La Madrina siempre decía que echaba de menos el carácter alegre de mi tía.
Tuvieron un vínculo muy especial. La Madrina falleció con más de noventa años en su casa, de la mano de mi tía, que recuerda emocionada que “había ido a atenderla esa noche, le di un vaso de leche y poco después se durmió para siempre con total paz”. Lo sintió tanto como cuando murió mi abuela.
Esta mujer fue siempre muy atenta y cariñosa con toda nuestra familia, buscó trabajo para varios de mis tíos, para alguno de mis primos y para el marido de mi tía. Recuerdo que, si doña Rosario iba a visitar a mi tía y mis primos a Villaverde, mi madre nos llevaba a verla. Cuando aprobé las oposiciones para auxiliar administrativo en la función pública vino con mi tía a nuestra sencilla casa de Almendrales y me felicitó efusivamente. Siempre me había dicho “Estudia, hijo mío, tu estudia” y de alguna manera se sintió orgullosa, y yo también.
Guardo un grato recuerdo de doña Rosario, y de aquella casa de postín de la calle Alberto Aguilera a la que estábamos a punto de llegar. En un estanco mi padre compró un paquete de Celtas Cortos; me gustaba mucho el vikingo azul que venía dibujado en la cajetilla, con la espada en alto y alas en el casco. Encendió un cigarro, que tiró al suelo y aplastó con el pie al llegar a una puerta de cristal protegida con una reja modernista, la empujó y entramos.
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Soltó mi mano para apretar el botón del ascensor, que era de madera con ventanas y una doble puerta batiente para entrar en él. Olía a barniz envejecido, lejía y algo de humedad; se movía lento dentro de una especie de jaula de hierro envuelta por las escaleras y las luces tenues de los descansillos, haciendo ruidos parecidos a entrechocar de huesos. Se agradecía estar a cubierto porque yo era un niño friolero, bueno, igual que ahora de mayor. Paró con un poco de brusquedad en el tercer piso. Habíamos llegado. Mi padre tocó el timbre y al otro lado de la puerta oímos pasos, tras la mirilla de bronce apareció una cara fragmentada en forma de hélice. Nos abrió un torrente de júbilo.
Y una voz aguda, cristalina y nítida de castellana dijo con énfasis “¡Hola, precioso!” mientras me daba dos besos aún con el pasamontañas puesto. Mi tía siempre nos ha saludado así, con un ¡Hola precioso! que ella alarga en la parte media de precioso, así “preciooso”. Que alguien te llame precioso, propiedad que yo atribuyo a las joyas, a las obras de arte y a los paisajes que lo merecen, me parece un gran honor. Todavía ahora, que ya somos todos viejos, nos sigue saludando así. “Hala, pasad y quitaros los abrigos, que aquí se está muy calentito, hace mucho frío fuera ¿verdad, preciooso?, vamos a ver a doña Rosario”.
Las habitaciones daban a un largo pasillo que tenía unos pequeños ventanucos en la parte alta, que apenas daban luz. Tenía una decoración escasa, pero recuerdo ahora un par de azulejos de esos con frases como moralejas, uno decía "os huespedes ea pesca a los tres días apestan" en gallego; y creo que otro decía "barriga llena corazón contento". El suelo era de parquet en forma de espiga y mi primo Roberto me contó que, cuando iban allí, él lo usaba como pista de patinaje. Aquel piso me parecía algo así como un palacio lleno de habitaciones con nombres que en mi casa no existían; el despacho, la clínica, el gabinete, dormitorio de invitados y de servicio con aseo, además de sala, comedor y cocina, naturalmente. Como si tuviesen nombres propios. En el pasillo no entraban los ruidos de la calle, había un silencio casi solemne. Y fuimos al gabinete, aquella habitación que para mí tenía un nombre tan misterioso. No sé qué pensaba yo que podía ser un gabinete.
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Gracias por escribir y por leer a tod@s.