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El caminante se adentró por la angostura, un sendero arenoso y estrecho, rodeado de huertas de regadío y explotaciones ganaderas; en las proximidades un río acogía en sus orillas cañaverales y juncos. No habían pasado treinta minutos desde que recibiera la llamada telefónica de una amiga parisina que, con un ligero tono de alarma en la voz, le solicitó que saliera a su encuentro. Era domingo por la mañana y sabía que ella acostumbraba a caminar por el campo; alguna vez la había acompañado. Por un instante, pensó que podría haber tenido algún accidente y no dudó en dejar lo que estaba haciendo en esos momentos para buscarla, no sin antes coger la mochila, en cuyo interior tenía las dos cámaras de fotos, con las baterías cargadas. Conocía la zona, no hacía mucho había estado por allí fotografiando nidos de cigüeñas, construidos primorosamente sobre depósitos de agua o torres eléctricas con ramas secas, tierra, musgo, hierba o estiércol. Le contó un vecino al caminante que esos nidos los reutilizaban las cigüeñas de un año para otro, aumentando en peso y en tamaño. Primero llega el macho y pocos días después la hembra, le dijo el vecino.

Al salir de una curva cerrada atisbó la figura menuda de su amiga; braceaba como un pajarillo asustado. Cuando estuvo cerca de ella, comprendió con cierto alivio el motivo de su alarma. Justo a sus espaldas, pudo ver una grajilla a la que se le había quedado enganchada un ala en el alambre de púas de un cercado. Un hilillo de sangre corría por su plumaje negro y ceniza. Debía de llevar allí, atrapada, bastante tiempo; percibió el caminante síntomas de agotamiento en su mirada, en el hermoso iris azul pálido de sus ojos. Les tenía mucho aprecio a esos córvidos a los que había fotografiado con frecuencia, a la caída de la tarde, en un cortado próximo que utilizaban de dormidero; unas aves gregarias que vuelan con firmes aletazos y emiten unos agudos sonidos, unas aves que se alimentan tanto de pequeños invertebrados (saltamontes, escarabajos, lombrices…) como de frutas, legumbres, verduras…Con extrema delicadeza se acercó a ella, procurando no asustarla aún más de lo que ya estaba. La desenganchó de la malla y revisó el daño causado en su ala. Pasados unos minutos, con ayuda de un ligero impulso, la grajilla remontó el vuelo, aún titubeante.

Durante el camino de regreso al pueblo, el caminante le hizo saber a su amiga que le estaba agradecido por que no se hubiera mostrado indiferente ante el daño de una insignificante grajilla; su amiga le agradeció el respeto con que había tratado al animal herido y la conversación derivó hacia una habitación de hospital compartida donde el caminante había estado no hacía mucho, de visita. El tiempo, le dijo el caminante, parece estar encapsulado en esos espacios. Y hay en ellos, continuó, una atmósfera de dignidad en el padecimiento, una grandeza que permite olvidar por unos instantes que la vida continúa al otro lado de las ventanas. Sí, le replicó su amiga, y si uno entra en el cuarto de baño de esa habitación compartida diríase que está ante una instalación artística: las batas que cuelgan de las perchas, las cuñas donde los pacientes han ido recogiendo sus deposiciones, un bote lleno de orina en un rincón, a la espera de que se lo lleven para ser analizado, una gasa con restos de sangre en la papelera… Cuánta dignidad y cuánto respeto hay en esos cuartos de baño, sentenció su amiga. El caminante se detuvo, la miró y le dijo: En effet, mon ami, la dignidad del animal herido que pudimos observar hace unos minutos en los ojos de esa deliciosa grajilla que ahora nos sobrevuela.

David Collis