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Ponemos el nombre de Paco Algora a la Biblioteca del Pinar.

Siempre me pareció el rasgo más curioso y poético de la biografía de Paco Algora el hecho de que naciese en el
Observatorio Astronómico de Madrid (cuando en esa ciudad, ¡ay!, aun se veían las estrellas ). Se lo pregunté
hace poco a su madre, que tiene unos profundos, tiernos, delicados ojos celestes, dentro de los cuales hay
tanta verdad, autenticidad y sentimiento que entran ganas de cobijarse para siempre allá adentro, a resguardo
de las inclemencias del mundo.

Me dijo que, simplemente, ella se enamoró del portero del Observatorio, y allí fue engendrado y parido Paco,
entre constelaciones, galaxias y gemidos de placer.

Como en esa época la vida empezaba a trompicones y en seguida, sin dar demasiado tiempo a pensar en
desarrollar competencias, Paco dejó el colegio a los trece años y entró de botones (palabra que ya hace falta
traducir y que no sé si hacerlo por “conserje” o por “sirviente” ) en una distribuidora de cine, lo que sería
decisivo para el resto de su vida.

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La película “Cómicos”, de Bardem, despertó su vocación, su pasión por la escena y por el arte, por ese mundo apasionante, entre intelectual y golfo, al que consagró su vida.

Desempeñó varios oficios para costearse los estudios e ingresar en el T.E.M, el Teatro Estudio de Madrid, que fue un proyecto mixto de escuela y compañía de teatro independiente e innovador, libre y libertario, contrario a la forma tradicional de entender ese arte durante la oscura época franquista. Un poco más tarde debutó en escena con el director Carlos Lemos. En 1968 se une al famoso grupo de teatro “Los Galiardos” y al Teatro Experimental Independiente, trabajando con directores consagrados como Miguel Narros, José Luís Alonso, Lluís Pascual, Fernando Fernán Gómez , José María Forqué y muchos otros. Ha trabajado, además de en el cine, en varias series de televisión hoy míticas, como “Curro Jiménez”.

De ésta época de su vida, de su familia, la pérdida de la República y la derrota amarga en la fratricida guerra incivil le viene a Paco su decidida orientación libertaria, anarca y anti sistema, que mantendría hasta el final de su vida. En el lecho en que murió, las últimas palabras que me dirigió al despedirse, sabiendo que era maestro, fueron: “Haz educación libertaria”.

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Mucho tiempo después, en lo que parecía otra vida, se apartó del teatro y en 1991 se trasladó a Cádiz,
instalándose en Vejer de la Frontera. Y comenzó a escribir.

En 2004 publicó la obra teatral Me llamo Jonás, prologada por Fernando Fernán Gómez.. En 2009 inició su
colaboración con el colectivo "Atrapasueños", en el proyecto "Poesía Viva" que pretendía llevar la poesía a los
más diversos espacios y recuperar autores como Blas de Otero, Miguel Hernández y León Felipe entre otros.

En julio de 2009 publicó el poemario: Romance de locos, Coplas de ciego.

Entre otros premios cuenta con el Premio del CEC (Círculo de Escritores Cinematográficos) a la mejor
interpretación estelar masculina en Tocata y fuga de Lolita (1974); el Popular de Pueblo (1974); Premio de la
Unión de Actores (Mejor Secundario); nominaciones a los Premios Goya; Premio Sant Jordi 2004
(Mejor actor 1998) por su trabajo en “Barrio”; Premio Pepe Isbert por su aportación al cine (2002).

En 2006, con el corto “Manolo Global SA”, ganó el premio de interpretación del Festival de cortos de Jerez.
Volvió al mundo teatral con Bruno Boëglin, para el montaje de “Koltès voayage”, estrenado en Lyon en
noviembre de 2009.

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Y aquí, en nuestro pueblo, fue convirtiéndose poco a poco en ese personaje entrañable, de voz cavernosa y poblada barba cana, que hablaba desde otro tiempo a nuestros alumnos del IES La Janda, reprochándoles cariñosamente su carencia de lecturas y mostrándose proféticamente como un nuevo Max Estrella.

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Olga Rendón Infante fue miembro del grupo de teatro que Paco Algora formó en Vejer. Ahora, es doctora en Filología, profesora, investigadora y autora de Los poetas del 27 y el grupo Cántico de Córdoba y escribió para Paco este bello texto:

“Yo tendría unos 15 o 16 años cuando lo conocí en Vejer, a principios de los años 90. Él llevaba ya bastantes años por el pueblo y por Zahara, pero yo nunca lo había visto antes.

Se instaló definitivamente en una casa de la calle Misericordia. La elección del pueblo y de la calle no había sido del todo suya, él siempre veía en sus decisiones los signos de una providencia que le marcaba la ruta: la libertad de unas playas extensas, una indicación hacia un pueblo del sur, el dedo apuntando hacia la colina de Vejer. Llegó y se presentó como lo harían los cómicos de la legua a los que él tanto admiraba, llevando tras de sí las huellas de muchos caminos recorridos, de duras batallas libradas.

Así fue como lo conocí, despojado y generoso, con el brío de su vocación intacto y su palabra grave y honda.

Pretendió en aquellos años empezar una nueva etapa de su vida alejado de lo que hasta entonces había conocido. Inició una vida de retiro, de rutinas que le llevaban de sus libros a la iglesia, imitando a aquel monje que según nos contaba con cierto aire de intriga le dijeron que había sido en una vida anterior. Se afincó entre nosotros como un vecino más, convencido de que debía revertir en el teatro lo que éste le había dado, y lo hizo de la manera que supo: formando un grupo de actores. Y ahí estaba yo. Ahora pienso que esos comienzos debieron de ser gratificantes a la vez que duros para él.

Fue un proyecto discreto, humilde pero muy ambicioso, porque esperaba convertir en auténticos actores a gente de pueblo que no habíamos leído nada o casi nada de teatro, gente aficionada que creíamos que actuar era tan simple como subirse a un escenario con un disfraz y un texto aprendido de memoria. En aquellas reuniones -por las que nunca nos quiso cobrar nada- leíamos a poetas y dramaturgos clásicos y modernos, españoles, rusos, norteamericanos... Preparábamos escenas, memorizábamos monólogos de obras que luego representábamos ante los compañeros, tratábamos de improvisar escenas, asistíamos a funciones de teatro por la provincia, aprendíamos, nos divertíamos y a veces también nos desesperábamos. Paco no era fácil, se frustraba con nuestra falta de constancia, se enfurecía cuando leíamos sin convicción o desgana. Entonces yo no entendía que para él el teatro siempre fue un sacerdocio, un ejercicio sagrado. A él se entregó y con su oficio se comprometió hasta el final, pagando por ello el precio que fuera.

Todo el mundo sabe que era muy creyente, profundamente religioso. Pero entre sus santos predilectos también estaban Valle-Inclán o León Felipe y se desesperaba cuando actuando o leyendo faltábamos a la verdad de la palabra de estos escritores. Creo recordar que por el grupo pasaron a lo largo de esos años, y no exagero, más de 100 personas: algunos del pueblo, otros de Chiclana, de Sevilla, de Madrid, extranjeros; unos con alguna experiencia teatral, otros completamente ajenos hasta entonces a los escenarios. Él llegaba siempre puntual a las reuniones con su inseparable cajetilla de tabaco y cargando con una bolsa de plástico enorme llena de libros que repartía y prestaba. Cada nueva reunión era un milagro, no sólo porque nunca sabíamos a ciencia cierta cuántos íbamos a ser ni dónde nos íbamos a reunir, sino porque al final en esos encuentros se producía el prodigio de la palabra y la emoción compartida, que es la esencia del teatro. Así era, al menos, para mí. Mientras tanto, Paco salía a veces de su retiro y se iba a grabar, con compañeros de la vieja escuela o con directores jóvenes, escenas de películas o de cortos. Le daba igual. Si le interesaba acudía, si no, seguía en su retiro. "En mi hambre mando yo" nos decía en alguna ocasión.

Ahora recuerdo la emoción de su escena en Barrio o las de época en El abuelo y lo oigo llegar contando mil anécdotas de los rodajes. Él seguía aprendiendo en su oficio de actor. Y yo, también en esos años me acerqué por primera vez a la tragedia griega -mi querida Antígona, el personaje más entrañable, el nombre con el que él me nombraba- empecé a leer sin renglonear los versos de Lope, de Calderón, lloré de verdad y a la vez de mentira -como lo haría una verdadera actriz- cuando representaba los monólogos de Lorca, hice míos los textos que se preparaban mis compañeros sobre obras de Chejov, Ibsen, Strindberg,... Desde entonces, desde mis 15 años, me acompañan Aleixandre, Cernuda, León Felipe, Withman, Miguel Hernández, Galeano... Comprobé el poder de la palabra para conmover, para despertar el corazón humano.

Fue impagable lo que nos enseñó. Lo curioso de todo es que nunca llegamos a representar una obra ante el público. Quizás fue difícil corresponder con una entrega a la medida de la suya. No lo sé. Con el paso de los años el grupo dejó de existir y Paco se dedicó a escribir sus propias obras de teatro.

Se convirtió en Jonás, rescatado del vientre de la ballena. Me llamo Jonás grita el título de su drama, y en él venía a contar su verdad, más combativo, rebelde y comprometido que nunca. Y siguió escribiendo versos, romances con ritmo rotundo: Romance de locos, coplas de ciego o Romances de convalecencia, resistencia y esperanza, en los que reivindicaba la justicia social, el compromiso con el ser humano, la necesidad de compasión y cordura en este mundo de locos.

Al final se le veía con su hermosa barba bíblica, su inconfundible voz más quebrada, derrotado, pero siempre digno, recordando inevitablemente a Max Estrella, el personaje al que dio vida su admirado Valle-Inclán. Doy fe de que las enseñanzas de Paco siempre fueron igual de generosas y coherentes desde el principio, desde que lo conocí con sus pasos errantes de cómico de la legua. A él le debo, con gratitud infinita, lo que fue capaz de transmitirme: el amor a los libros, la admiración por los autores, y el respeto por el oficio durísimo del actor”.

BIBLIOTECA PACO ALGORA
“Haced educación libertaria”