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El caminante tiene bien recorridos los caminos que conducen a humedales y marismas y querencia tiene por un banco de madera donde a veces se sienta a descansar mientras contempla el flujo del agua que a sus pies se extiende. Son las aguas de la marisma, unas aguas que nunca son las mismas o nunca se muestran de la misma manera. Son aguas dulces que se nutren del aporte de un río cercano y aguas saladas que se nutren del flujo de las mareas. Esta rica presencia de agua dulce y salada facilita que en la marisma haya una gran variedad de nutrientes y, en consecuencia, una extraordinaria biodiversidad. Flamencos, gaviotas, garzas reales, cigüeñuelas, garcetas y chorlitejos… de los que disfruta el caminante, como disfruta contemplando el vuelo de los cormoranes que se reúnen en una pequeña isla a media mañana, el trasiego de los vuelvepiedras que buscan su alimento bajo las rocas de las orillas, las bandadas de andarríos que en alegre armonía sobrevuelan la marisma. Hay aves residentes y hay aves de paso; y se pregunta el caminante qué lugar ocupa él, un vano disparador de fotografías que de paso está pero que siente, conforme pasan las estaciones y los días pasan, que él nunca regresará de la marisma: un minotauro atrapado en un laberinto emocional del que jamás escapará, si no es volando.

Una mañana el caminante se entretuvo en fotografiar los reflejos de un andarríos chico en las aguas de la marisma; era un ave de pequeño tamaño y patitas cortas que andaba a saltitos por la orilla y a ratos sumergía la cabeza en el agua para alimentarse de los bichejos que encontraba en el limo. Aguardó un momento el caminante hasta poder captar una imagen que, aun de manera imperfecta, tuviera su reflejo en el agua. Recordaba el horror que Jorge Luis Borges sentía ante los espejos, cuyas imágenes prolongaban este vano mundo incierto/en su vertiginosa telaraña. Ese horror no le alcanzaba al caminante, lector incondicional del escritor argentino; bien al contrario, cuando se situaba frente a las aguas de la marisma y sus imágenes especulares el caminante sentía un profundo agradecimiento y una serena curiosidad.

La mañana en que el caminante estuvo acechando la imagen duplicada del andarríos chico en las aguas de la marisma acabó trabando conversación con un joven al que alguna vez había visto por allí; era extranjero y viajaba en una furgoneta que parecía bien equipada para recorrer el mundo y visitar lugares donde fotografiar las aves. A su lado tenía una cámara fotográfica apoyada en un trípode y equipada con un potente teleobjetivo, un Nikon 200-500mm le pareció ver al caminante, quien con cierto pudor trataba de ocultar su discreta Coolpix. No obstante, el caminante sentía un claro desapego por los detalles técnicos de las cámaras fotográficas, se consideraba un simple capturador de imágenes, un atrapasueños, un perseguidor de instantes tan volátiles como las pompas de jabón. Le interesaba profundamente, eso sí, el misterio que envolvía todo intento vano de captación o reproducción de retazos de la realidad; los mapas extendidos sobre la superficie de una mesa, los retratos que colgaban de las paredes de los museos, las novelas decimonónicas que, en agraciada metáfora de Stendhal, debían ser como espejos tendidos en el camino. El joven de la furgoneta le acabó contando que los pájaros eran para él como constelaciones en el cielo nocturno, le ayudaban a navegar por el mundo sin perderse y le ayudaban igualmente a fabricar una imagen idealizada de la realidad. El caminante no se pudo sentir más feliz al escuchar esas palabras de boca de ese joven, porque entendió que en ellas se encontraban las claves para comprender el diseño del laberinto emocional por el que él mismo transitaba desde hacía un tiempo. Se despidió del joven con un ligero movimiento de cabeza y dejó atrás las aguas de la marisma, cuya superficie, de un azul metalizado, refulgía a esa hora del mediodía con la fuerza de un potente y misterioso espejo.

DAVID COLLIS