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Se abre paso el caminante por un sendero estrecho y apenas transitado que desciende hacia la carretera. Tiene entendido que bajo sus pies perduran aún piedras de lo que fue calzada romana; el pasado se asoma entre las grietas del presente, del mismo modo que avanza la vegetación invasora en algunos tramos del lienzo de muralla que despunta sobre la cabeza del caminante, conforme va dejando atrás el pueblo. En el descenso, atraviesa el caminante un bosque de pinos y acebuches; es un camino sinuoso y sombreado, salpicado de vinagreras, lentiscos, palmitos…está próximo el mes de abril y en algunos tramos se va extendiendo el amarillo del jerguen, como poderosos rayos de sol que penetraran en la espesura del bosque.

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El caminante se detuvo una mañana a desayunar en un bar de una localidad próxima a la marisma y allí trabó conversación con unos señores que tomaban café a su lado. Mire, por allí va el vuelvepiedras. El caminante giró la cabeza; una figurilla humana de cuerpo menudo, ojos pequeños y rostro sonriente descendía con paso ligero por la calle situada justo enfrente del bar, una calle adoquinada y de pendiente muy pronunciada. El caminante les había contado minutos antes que esa mañana iría a la marisma para intentar tomar unas fotografías de los vuelvepiedras, unas aves limícolas de pequeño tamaño, patitas anaranjadas y un pico corto en forma de cuña que utilizaban para voltear piedras pequeñas bajo las cuales encontraban alimento, insectos, pequeños moluscos y crustáceos.

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En agosto acostumbra el caminante a pasear, durante la caída de la tarde, por un sendero que discurre paralelo a la costa. Es una zona fronteriza entre tierras de cultivo y suaves sistemas dunares que rompen, como olas de arena, en playas insólitamente vírgenes. Durante el recorrido suele cruzarse con otros caminantes y con algún ciclista. La luz es delicada y envolvente, una luz que es silencio, que es invitación al recogimiento, una luz que se va apagando gradualmente, desdibujando los contornos del día. En ocasiones se detiene un rato junto a una torre vigía del siglo XVI construida con piedra ostionera, desde cuyo interior le llegan los sonidos de las palomas que hoy la habitan, el agitado silbido de sus alas y su arrullador zureo.

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Hubo una tarde de verano avanzado en la que el caminante se alejó de la marisma y dirigió sus pasos hacia una población cercana. Recientemente le habían llegado noticias sobre un viejo edificio donde anidaban los vencejos. El caminante no se sentía capaz de identificar con claridad a esas extraordinarias avecillas migratorias que a veces confundía con golondrinas, por su plumaje negro y su agitado vuelo. Había leído alguna vez que los vencejos pasaban gran parte de su vida en el aire y que en el aire copulaban, en el aire dormían y en el aire se alimentaban de insectos, de  manera que solo se posaban en la tierra durante la época de cría y era entonces cuando solían utilizar, para ello, en ambientes urbanos, edificios abandonados.

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     Madrugó una mañana el caminante para dirigirse hacia lo que un día fue uno de los humedales más extensos de la península y un valiosísimo lugar de tránsito de las aves migratorias hacia el continente africano. Llevaba en la mochila dos cámaras, alguna pieza de fruta, agua y un ramillete de nerviosa expectativa. Estaba muy avanzado el otoño y en los últimos días habían bajado las temperaturas, señal que confirmaba el avance inexorable del calendario.

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Algunos domingos el caminante dirige sus pasos hacia un puente de piedra con arco ligeramente rebajado bajo el cual corren las aguas del río. Cuando no vienen muy crecidas las aguas, asoma una enorme roca granítica, luminosa; sobre ella suelen descansar los cormoranes, con sus poderosas alas abiertas y orientadas hacia el sol, como dos grandes velas desplegadas surcando los mares del día. Piensa el caminante que el cormorán, ese cuervo marino (corvus marinus) con una mancha amarilla en la base del pico, extiende sus alas para secarlas al sol.

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